Literatura. Cuento.
Gustavo Ramírez
En el curso de los últimos meses, he subsistido cargando un insondable y oscuro vacío en donde habita el dolor más descomunal que el ser humano ha sido capaz de soportar dentro de sus entrañas; esto a consecuencia de su partida. No solo “renunció” a mi amor sino que al marcharse se llevó con ella una infinidad de cosas que con toda seguridad sé que nunca volverán como aquel delicioso sabor que masajea la lengua y el paladar debido a la comida, el sutil y reconfortante goce que la música provoca al acariciar el oído, la fantasía onírica de aquellos planes a futuro que actualmente se encuentran extintos, la tan preciada y añorada felicidad que todos buscan pero pocos logran encontrar, las lágrimas que bailaban sobre mis párpados como las bailarinas rusas de El lago de los cisnes de Tchaikovsky, el apacible orgasmo que nos fusionaba como la aleación del bronce, mi fe en una humanidad decadente y putrefacta pero sobretodo, mi capacidad de amar, no obstante, me dejó otras cosas como la agonía que subyuga el insomnio bajo los ojos de una amarillenta y podrida luna, la ansiedad encarnando al traidor de Brutus clavando dagas sobre mi espalda desangrando a mis vísceras y alma, la sombra de la depresión que me guía como lazarillo a un ciego para caer al acantilado y la tortura inquisidora de los recuerdos quemándose en la hoguera de mi memoria.
Al igual que todo ser humano, erigí un concepto del amor a través del tiempo, primeramente de manera empírica durante la niñez, como lo hacen las crías de los mamíferos al ver a sus semejantes comportarse en este mundo nauseabundo; posteriormente, de forma pragmática casi sistemática con base en la repetición y mayormente a prueba y error. Sin embargo, la concepción que tenía de este sentimiento no fue más que un simple castillo de naipes emulando a la torre de babel derribada por la idealización endiosada de una destructora, mi Diosa devastadora.
Fue así como me dediqué a fondo hasta el punto de obsesionarme con este tema, ya no desde la observación o experiencia personal, quería saberlo todo y me remetí a la teoría desde la filosofía pasando por los tipos de amor que Platón describe en las reuniones de Sócrates, el pesimismo de Schopenhauer, el existencialismo de Sartre entre muchos hasta la psicología de Lacan, Freud y Fromm; a pesar de esto, el conocimiento no disipaba mis cuestionamientos sino que solamente me reforzaba una nueva idea que atravesaba mi mente y cuerpo como si Vlad Tepes me hubiera empalado a las afueras de su castillo y esto era que el amor no existía.
Como lo explica Darwin en la teoría de la evolución, solamente sobreviven aquellos que son aptos para adaptarse a su entorno o como diría de manera incorrecta la vox populi solo el más fuerte sobrevive, bajo esta premisa continué mi vida de manera rutinaria sin embargo, desesperanzada.
No fue hasta el día de ayer que tuve que asistir a una boda con mi padre, actividad que me provocó una gran aversión y repugnancia, ya que para mí esto no era más que una representación que carecía totalmente de sentido, la unión de estas dos personas que sin saberlo se estaban condenando a destruirse mutuamente para que al final terminaran separándose, ya fuera por la decisión de uno de los integrantes de dicha sociedad, la decisión de ambas partes o por la fría y filosa guadaña de la parca.
En fin, llegamos al evento y se podía respirar un aire de hipocresía, todos los invitados vestíamos nuestras mejores prendas acompañadas de máscaras sonrientes que en realidad ocultaban desinterés, envidia, flojera, problemas o ¡qué sé yo!, cualquier cosa que les estuviera aconteciendo en su superflua existencia. Nos acomodaron por mesas, junto a mí se sentó un anciano con su esposa quienes solo hablaban de la decoración del lugar y a lo lejos estaba otro señor el cual optó por beber todo el alcohol que pudo, gran decisión de su parte ya que era gratis.
Fuimos obligados a ser espectadores de los tediosos y soporíferos rituales del matrimonio como el brindis y esos discursos clichés de los papás de los novios, cuando el tormento terminó, prosiguió la cena; durante el transcurso de los alimentos, mi padre me enseñó un viejo video de una pelea de box de Salvador Sánchez, peleador de su juventud, hasta que fuimos interrumpidos por la anciana que se disculpó para ir al tocador, cuando ella se levantó el anciano nos contó que él era fanático del box y que lo veía todos los sábados y que lamentaba estar en la boda ya que él prefería estar en su casa viendo el pugilismo, en ese momento, la anciana regreso y él se fue al baño, de pronto, la anciana nos dijo exactamente lo mismo que su esposo. Debo confesar que el diálogo con los ancianos me conmovió bastante, incluso presté más atención a la forma en la que interactuaban.
El martirio continuó, después de la cena llegó el momento del baile de los novios, comenzó siendo una ridícula coreografía previamente ensayada, no obstante, al poner más atención a los detalles descubrí que no se trataba de la fono mímica en sí, sino que más bien, el secreto estaba en el intercambio de miradas entre la pareja, probablemente sus pupilas estaban dilatadas mientras que emanaban feromonas y sus poros se ensanchaban al compás de la música en aquel dibujo de poesía corporal; aquí es donde debo confesar que recordé a mi Dulcinea, la imaginé en una boda ficticia con quien sabe quién, iluminando una habitación que no era la mía con esa bella sonrisa que tanto la caracteriza.
La fiesta siguió su curso y de un momento al otro pude comprenderlo todo, una circunstancia no define en lo absoluto lo caótica y dinámica que es la vida, lo vi en los ancianos y en la pareja nupcial, una gran lección de un amor nuevo y viejo, de la expectativa y la experiencia, de la fantasía y la realidad, de la novedad y la perseverancia, de la prisa y la paciencia, de la entrega y recepción, de la lucha y la cobardía sin embargo, amor al final.