Dicen que cuando nació, una golondrina cayó del nido construido en un rincón de la entrada principal de la casa de la abuela, desde hacía varias generaciones de golondrinas. Incluso la abuela recuerda el nido desde que era joven y recuerda también cómo, a su vez, su abuela le contó que ella reaccionó muy emocionada cuando vio por primera vez el nido de golondrinas, porque le dijo, eso era un signo de suerte y libertad.
Y es que en su pueblo se tiene la creencia de que las golondrinas traen consigo la libertad sobre las alas y la vuelcan en las personas y familiares que habitan las casas en donde hacen sus nidos, en los que nacerá la siguiente generación de golondrinas.
Por esa razón, cuando la abuela encontró la pequeña golondrina muerta al dirigirse al hospital por el nacimiento de su nieta, se le achicó el corazón. Pensó que su nieta, esa niña recién nacida, carecería de la libertad que traen las golondrinas, o de menos, estaría teñida de un tono oscuro y frío como la muerte del polluelo.
La abuela no comentó el incidente hasta varios, varios días después y únicamente a su hija, la madre de la niña, quien a su vez, fue una niña alegre, arropada por su madre debido a que su nacimiento coincidió con la llegada de una pareja de aves al viejo nido de la casa. Esta pareja de golondrinas empollaron 4 polluelos que se convirtieron en 4 bellas golondrinas.
Por suerte, la abuela la apreció más que a sus hermanos, y también por suerte, la madre de la niña desarrolló un gusto especial por las aves en general, lo que alegraba continuamente a su madre.
Entre ellas siempre existió una complicidad nacida junto a las golondrinas, que las apartaba del resto de su familia en una burbuja infranqueable. Por eso, cuando su madre le contó sobre la muerte del polluelo el día del nacimiento de la niña, inmediatamente se le entristeció la mirada. A partir de ese día, cada vez que veía a la niña, su mirada era como esa mirada que tiene la gente mayor cuando observan la calle, completamente en silencio, como esperando a alguien que no llegará jamás.

El padre de la niña se dio cuenta de la forma en la que su esposa veía a su hija. No entendía, le preguntó durante varios años pero siempre desestimó su respuesta, o no lo entendía, nunca lo hizo. Él era un tipo simple, no creía en supersticiones más allá de la religión, que es una forma de supersticiones aunque él no lo veía así.
Más bien pensaba, sin querer reconocerlo abiertamente ni para sí mismo, que su esposa no quería a su hija por alguna causa que él desconocía y lanzaba oraciones a su dios cada día para que la cambiara. Pero ella nunca se pudo quitar de encima el comentario de su madre sobre el destino oscuro y frío de la niña.
Así fue creciendo la niña, vista con la mirada entristecida y fría de su madre, con la mirada amable y complaciente del padre y con la mirada curiosa y extraviada de la abuela.
Un día, algunos años después, la niña cuyo nombre desconocemos, sola y perdida en sus pensamientos, deambula por el jardín de su casa pretendiendo que de tanto caminar se canse tanto que, al fin, pueda recostarse y quedarse dormida.
Una noche antes, en su habitación, veía las sombras del árbol reflejadas en la pared que tenía enfrente. Era una noche de luna, lo cual le daba a las sombras una intensidad mayor así como un reflejo plateado, provocando que no sintiera miedo de las sombras que cubrían su habitación. No podía dormir, no sabía por qué esas sombras intensas y plateadas la tenían capturada, no conseguía dejar de verlas.
El jardín está descuidado, la hierba que hace unos meses rebosaba de verdor hoy está seca, alta y hostil. Cada que roza con la piel de la niña, le deja unos finos arañazos que se tiñen de un débil rojo que la niña no advierte. Sigue caminando entre la maleza varias horas hasta que alguien la llama desde la casa para que coma algo.
Esa voz la saca de su deambular automático por la maleza, pero no es suficientemente fuerte para arrebatarle de su ensoñación, la cual parece ser agradable para ella. Hay algunos momentos en los que encuentra refugio de la hostilidad de las miradas bajo un muro fantástico construido entre las hierbas secas.
La niña va a la escuela, juega con sus hermanos, repite lo que le dicen que está bien. No hay problema con la niña. Sin embargo, un día, la abuela nota heridas apenas visibles en su piel. Lo comenta con el padre y él responde que debe ser porque juega, dice, en la maleza, ¡le encanta estar ahí! Sin embargo, el tono en el que la abuela comenta sobre las heridas de su hija no le gusta, lo advierten de algo que ni él sabe qué, pero comienza a observar el juego de la niña en el jardín. Se da cuenta que consiste en andar de un lado a otro, simplemente.
Hace tiempo, la niña jugaba en el jardín, corría de un lado a otro con el vuelo de los pájaros que pasaban por ahí. Tiempo después solo se quedaba observándolos, no se movía hasta que el tiempo pasó y la estación convirtió la hierba en maleza. El jardín dejó de ser un elemento de atención de los padres porque cada vez tenían más actividades y discusiones entre ellos.
Así que la hierba creció junto con la niña que no notaba el corte en su piel por el roce con la hierba seca y, al no conciliar el sueño, salía y caminaba y caminaba en el patio abandonado. Era como si la atrajera el jardín seco, algo pasaba cuando ella caminaba entre la hierba que era reconfortante.
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Una tarde seca y calurosa de verano, mientras los padres reposaban en el patio tras la comida, la niña se dirigió a la calle con la intención de caminar esperando encontrar la sensación de calma que le inundaba el cuerpo cuando caminaba entre la maleza del patio. Esta tarde no quiso caminar ahí, o quizá lo que no quiso fue ser vista por su familia, como hacen cuando ven a los pájaros que llegan al patio o a las moscas que los rodean de vez en cuando.
En la calle, la niña inició su caminata sin rumbo definido, solo quería recuperar esa sensación cálida en su cuerpo. Ella estaba atenta a la aparición de su calma corporal, no hacía caso a más, su andar era automático y, en apariencia, errático.
Solo después de un rato el padre se percató de que su hija no estaba reposando junto a ellos. Entonces la llamó y como la niña no respondió ni llegó a su lado, se inquietó, se levantó con la intención de buscarla en la casa. Su angustia crecía con el paso de los segundos, se apoderaba de él un miedo que no reconocía ni sabía de dónde venía. La llamaba, corría de un lado a otro. Desesperado, corrió al patio, y por primera vez, caminó entre la maleza tal como hacía su hija. Fue ahí cuando, al notar pequeños cortes en sus brazos, supo que algo no andaba bien y el miedo le golpeó la cabeza.
La niña no regresaría a su casa ni volvería a caminar entre la maleza crecida en el patio.
La madre de la niña dormía hasta el momento en que un grito desesperado del padre llamando a su hija la despertó. Estaba molesta porque dormía plácidamente, como en un estado de trance a causa del calor sofocante que envolvía la tarde. Se levantó del petate y siguió a su esposo a la calle, molesta, somnolienta y sin saber qué sucedía. Le bastó seguirlo durante unos minutos para entender que buscaba a su hija. Nunca lo había visto así, desencajado de sí mismo, vociferando el nombre de la niña en un grito angustiado.
Ella solo lo seguía, no buscaba a la niña.
Al doblar en una esquina, un joven que iba en bicicleta le dijo al padre que había encontrado a su hija hacía varios minutos y señaló la dirección con su mano. El padre corrió lo más rápido que pudo, alejándose de la madre de la niña.
Conforme corría veía con mayor nitidez un grupo de personas amontonadas. Al llegar se dio cuenta que rodeaban a su hija, que yacía inconsciente en el pavimento.
La trasladaron al hospital sin importar que, desde la valoración inicial de los paramédicos, atribuyeran el desvanecimiento a un golpe de calor. Necesitaba, dijeron, hidratarse y descansar; aún así, revisarían si el calor había causado algo más.
En el hospital hacía más calor que afuera, si eso era posible. Al menos los padres de la niña así lo sentían. La gente se abanicaba con sus manos o con las hojas de ingreso, con lo que podían. El calor aumentaba el malestar por el que estaban ahí, tampoco ayudaba la actitud irritable de las enfermeras y demás personal que circulaba por los pasillos amarillentos de la sala de urgencia.
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La niña vestía con la espantosa bata que te obligan a usar en los hospitales. Como si fuera poca la vulnerabilidad en la que uno se encuentra en esos lugares que te enfundan en esa bata como diciéndote que no estás lo suficientemente expuesto, así que hace falta que tu cuerpo quede al descubierto.
Ella se encontraba acostada, en posición fetal, hecha bolita, abrazada a sus rodillas como en un gesto de rechazo al exterior. No hablaba, solo en un momento levanta la cara y deposita la mirada en su papá, como preguntándole lo que le sucedía, como diciéndole que estaba asustada.
No comprendía y busca respuestas en su padre. Pero parece que él tampoco lo sabía. Ella sangraba por una herida invisible, le escurría una especie de líquido extraño mezclado con sangre que emanaba de su muslo incólume.
El padre, a su vez, dirigía la mirada hacia alguien más, esperando que esa persona le dijera qué sucedía, del mismo modo en que su hija lo había mirado antes.
Pero él no esperó la respuesta, regresó la atención a su hija para decirle que no sucedía nada grave, que estaba bien. En ese momento, esa otra persona, a la que el padre había visto antes, interrumpió ese momento de consuelo para decirle que debían intervenir, que no sabían qué sucedía y que era necesario consultar al médico porque el cuerpo no sangra sin razón, que tener una herida invisible que supura es signo de una hemorragia interna o de algo.
Esa persona no lo sabía, no tenía la certeza de lo que decía pero sabía, desde el ángulo en que observaba la escena, que sí pasaba algo.
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La niña y el padre se miran; ella tiene ahora los ojos cristalinos, se ve en calma. La inquietud que la habitaba antes ha dado paso a una continua calma y una pesadez que la sumerge en sueños interrumpidos por la voz del padre que la llama. Él no quiere dejarla dormir.
El cuerpo de la niña está caliente y extenuado, ella quiere entrar en la calma absoluta que encuentra al cerrar los ojos, pero responde al llamado de su padre, a su voz inquieta. Una de esas veces en que despierta por el sonido de la voz del padre, mira a sus padres que platican en un rincón del cuarto de hospital. En ese instante pasa la vista a todo el lugar y se queda mirando el pedazo de cielo enmarcado en la pequeña ventana por la que se cuela ese aire seco que está en todas partes. Luego de un instante contemplando el cielo despejado de nubes, una golondrina pasa como una estrella fugaz, apenas perceptible en ese pedazo de cielo que ve la niña. La golondrina regresa y se para en el alféizar de la ventana. Los padres hablan. La niña contempla a la golondrina que se dispone a continuar su vuelo, la niña dibuja una sonrisa en sus labios agrietados y secos, e inmediatamente, tras el vuelo de la golondrina, se sumerge en el sueño cálido de esa tarde de verano.