Cuando hacemos referencia a los términos seducción y erotismo, de inmediato nos remiten a la idea de sensualidad, deseo, atracción, placer sexual, emociones y sensaciones encarnadas en los cuerpos. Nuestra imaginación echa a volar los anhelos y las fantasías de cuerpos provocadores que nos incitan y excitan, a menudo ligados a una profunda transgresión, enterrada en el fondo de los impulsos más íntimos e inconfesables de cada una o uno.
Pero erotismo y seducción no son evocados en cuerpos cualesquiera. Generalmente, estas evocaciones habitan cuerpos femeninos, bellos (según el concepto de belleza que se construye culturalmente y anida en el inconsciente), accesibles y, de cierto, en un estrecho juego entre deseados y deseantes. Erotismo y seducción se insertan en imaginarios culturalmente construidos y sociológicamente experimentados.
¿Por qué un cuerpo de mujer reputado como hermoso e insinuante despierta todo tipo de pasiones? Es menester acercarse a la forma en que ese cuerpo imaginario, acompañado de gestos, signos y símbolos, se manifiesta como una construcción de larga duración. Históricamente, desde los lejanos tiempos del Paleolítico superior y aún antes, las estatuillas de rotundos senos y enormes caderas se han asociado tentativamente a la plenitud, la fecundidad y lo sagrado. Pasarían varios miles de años para que las imágenes masculinas itifálicas pasaran a representar a un varón lleno de fuerza, poderoso y de gran determinación. La Ley había comenzado a hablar a través del falo.
Desde la antigua Grecia, el cuerpo de las mujeres se convirtió en un sitio oscuro y peligroso al que había que controlar. Ya Aristóteles expresaba las concepciones sobre las diferencias sexuales, las cuales radicaban en la cantidad de calor que había recibido un producto en el vientre materno: los genitales eran idénticos en hombres y mujeres, pero si el feto había contado con la cantidad de calor suficiente, éstos habrían brotado del interior del cuerpo; si no era así, el cuerpo no se habría desarrollado del todo y pene, escroto y testículos permanecían dentro de la cavidad pélvica.
Las mujeres entonces poseían un cuerpo frío que necesitaba allegarse del calor que le había faltado, el cual se podía obtener posteriormente gracias a ciertas actividades o en determinadas fases de la vida. Así, el acto sexual, el periodo menstrual, el embarazo y el parto eran actividades “calientes” que templaban las frías anatomías femeninas. Aristóteles también señala que la secreción más pura del cuerpo humano es el semen, que se iguala a la espuma de mar, y el único momento en que las mujeres pueden alcanzar esa perfección es cuando su sangre es transmutada en leche debido al calor que generó su cuerpo durante el embarazo y el parto.
Este sistema de creencias explica que se pensara que los cuerpos femeninos se hallaban en constante búsqueda de relaciones sexuales, de manera que pudieran paliar su característica frialdad. Es pertinente señalar que estas ideas perduraron largamente en el tiempo. Por ejemplo, los llamados padres de la iglesia, entre los siglos I a IV de nuestra era, huían al desierto para alejarse de las tentaciones de la carne circunscritas al cuerpo de las mujeres. De ello también da cuenta la vasta iconografía de la Baja Edad Media denominada el diablo o la muerte y la doncella, en la cual se muestra a hermosas jóvenes frente a esqueletos horripilantes o repelentes demonios que les murmuran al oído, que se elaboraban con el interés de sustentar que “el vientre de las mujeres era un agujero de gusanos” y su belleza pretendía hacer caer en la tentación al más templado. Las espantosas imágenes alertaban a los hombres sobre la naturaleza de la seducción femenina y el potencial peligro en el que se encontraban si se dejaban arrastrar por la lujuria. Triste ideal de belleza femenina que escondía el pecado y la muerte tras un cutis de seda.
La obsesión con la sexualidad insaciable de las mujeres está presente en los juicios por brujería que se extendieron en diversas partes de Europa desde fines del siglo XIV hasta mediados del XVII, en los que se observa el profundo temor que provocaba esa esfera de poder femenino y su eventual capacidad para desestabilizar el orden patriarcal. Las brujas, y por extensión cualquier mujer, eran incapaces de resistir el llamado de Satán y fácilmente sucumbían a la lujuria exacerbada por el trato con el maligno y sus secuaces. En 1487, Heinrich Kramer y James Sprenger publicaron uno de los best-sellers más famosos de la época, el Malleus Maleficarum o Martillo de las brujas, donde detallan los actos licenciosos y transgresores que realizaban las brujas en demoniacas orgías, los cuales podían llegar a crear impotencia en los hombres o, lo que es peor, la sustracción de su pene. De ahí que el culto a la virginidad femenina, la fidelidad y el recato, que requería de grandes dosis de autocontrol para mantenerse, era exaltado como ejemplar. Triste disyuntiva ofrecida a las mujeres.
Estas ideas persistieron hasta la época moderna, cuando el avance de la medicina descubre que no se requiere el orgasmo femenino para la concepción. En ese momento se crea la figura de la mujer frígida y asexual, lo que refuerza científicamente la dicotomía casta/puta y configura la división entre “ángel del hogar” y “ángel caído”. Por supuesto, la caída estaba relacionada con haber probado los placeres de la carne, que, se suponía, daban lugar a la lujuria y la infidelidad en las mujeres. La novela Santa de Federico Gamboa, publicada en México en 1903, da cuenta de este trayecto hacia el abismo: Santa es seducida por su novio, queda embarazada, la rechaza su familia, aborta, se emplea en un burdel y va pasando de mano en mano y de hombre en hombre hasta su muerte de cáncer uterino. Triste final que espera a las mujeres de lascivia desriendada.
Vemos aquí las dos vertientes de las que abrevan las concepciones que imperarán en los siglos subsiguientes sobre la sexualidad y el cuerpo de las mujeres. La llamada por Edmund Leites “invención de la mujer casta”, aquella que asegura que, al no tener deseos, una mujer puede abstenerse de ejercer su sexualidad, y la de más larga duración sobre la mujer lujuriosa, que provocó la desobediencia de Adán y dio lugar al pecado original. El erotismo y la capacidad de seducción de Eva han marcado, según la doctrina judeocristiana, a todo el género humano. Triste legado de una mujer a su descendencia.
En ese mismo tenor es posible entender el uso de la magia erótica como un recurso mayoritariamente femenino, y la atribución de propiedades sobrenaturales, contaminantes o mágicas a algunas de las partes de su cuerpo, a sus fluidos o desechos que, al emanar de sus profundidades, pueden producir encantamientos en otros y capturar sus anhelos.
En la actualidad, observamos que el erotismo y sus manifestaciones siguen asociándose con las mujeres. Por un lado, las figuras femeninas bellas, experimentadas, seductoras e inalcanzables comparten espacio simbólico con las jovencitas inocentes, semidesnudas y atontadas que se muestran en los medios de comunicación. Por otro, en una estructura social donde la autoridad –entendida como el ejercicio legítimo del poder- le es negada a las mujeres, el dominar voluntades ajenas se logra mediante estrategias negativas o ilegítimas, como el uso de la seducción y la promesa de las mieles del placer carnal. Así cobra sentido la existencia de las “robamaridos” o “lagartonas” como una forma de dar cuenta de la anomalía que representa el poder de las mujeres. El uso de las potencialidades sensuales y lujuriosas del cuerpo de las mujeres ha de ser considerado como un recurso subordinado en manos de sectores subordinados. Triste resultado de un siglo de luchas feministas.
Pero, en otra dirección, las mujeres han dejado de ser sospechosamente peligrosas y corruptoras al desviarse de las normas sociales de fidelidad y recato. Ahora, el ejercicio libre de una sexualidad controlada por las propias mujeres se considera un espacio de poder y autonomía femeninas. Quedan, sin embargo, resabios de ese pensamiento al creerlas capaces de manipular la seducción y el erotismo para sus propios fines e intereses, lo cual, en suma, nos habla de dinámicas complejas de control y resistencia.