En fusión con lo sagrado: las percepciones de las curanderas sobre sí mismas. Sylvia Marcos

Sylvia Marcos

“Soy una mujer que nada en lo sagrado” ( María Sabina, mujer sabia de los hongos sagrados)

Las realidades y experiencias sobrenaturales son un componente clave de la existencia diaria de las curanderas. Su manera de comprender cómo curan, su auto-percepción implica el dominio de lo sobrenatural. Se perciben alternativamente como vehículos de la divinidad, vasijas o receptáculos que la incorporan, mensajeras de la sabiduría divina, compañeras del espíritu que comparte su tarea, o, finalmente, como servidoras de poderosos espíritus. Mi investigación participativa me ha permitido empezar a entender las formas en que se relacionan con el dominio sagrado. Sin que sean mutuamente excluyentes, las cuatro categorías del vehículo, del vaso, de la compañera y de la servidora expresan adecuadamente la profundidad y el poder de especialistas en asuntos religiosos capaces de sumergirse en la divinidad y emerger de ella para aliviar sufrimientos y padecimientos propios de la condición humana.

Vehículos de lo sagrado

Si bien la curandera, en tanto vehículo, recibe el espíritu, no lo hace como si ella fuera una materia inerte. Al contrario, vibra, está viva. Aún en la posesión por la divinidad, conserva el oído, la palabra, la vista y su libertad de movimiento. Sus límites humanos son flexibles, plegables, redundantes y permeables, lo cual permite que algo del dominio celestial fluya hacia su ser terrenal. Las curanderas que son vehículos participan activamente en la transferencia de lo divino a los humanos.

      Está anocheciendo. La llama vacilante de las velas revela y vuelve a ocultar a las curanderas mazatecas reunidas para salmodiar encantaciones. Una de ellas canta con una voz que parece abarcar la sierra que marca el horizonte, con sus profundas barrancas y sus vastas planicies. Su canto, dramático y cargado de emoción, parece entrar en sintonía con el entorno físico. Las frases son redundantes: “Soy mujer que mira hacia adentro…soy mujer que mira hacia adentro…soy mujer que mira hacia adentro, dice” (Estrada, 1998, p.116).

Las curanderas reunidas para esta “velada” curativa estaban esperando que la “carne de Dios”, el teonanacatl, el hongo alucinógeno (psilocybe mexicana) altere sus percepciones ordinarias, les abra nuevos horizontes y empiece a hablar a través de ellas. Cada una de las estrofas rítmicas se concluye con la palabra tzo que significa dice en el habla mazateco de los habitantes de las montañas que colindan con los Estados de Oaxaca y de Puebla. Esta palabra indica que es la divinidad que habla, no las curanderas que le prestan su voz.  Irene, María Sabina, Apolonia, así como las otras curanderas de la región, cuando cantan, siempre terminan sus oraciones con la palabra tzo.

Soy mujer remolino, dice (p.113)

Soy mujer de luz, dice       (p.113)

Soy mujer sabia en Lenguaje, dice (p.116)

Soy mujer que mira hacia adentro, dice (p.115)

Soy mujer que examina, dice (p.115). (Estrada, A. 1998)

El mensaje curativo no viene de ellas mismas, tampoco son ellas quienes prescriben las hierbas medicinales, es lo sagrado actuando a través de ellas. La forma en que se expresan no deja dudas sobre este hecho sutil y significativo: “Soy una mujer sabia en medicina, dice” (Estrada, 1998, p. 115).

      Estas sabias mujeres mazatecas no viajan ni al cielo ni al inframundo. Reciben lo sagrado en sus cuerpos. Están inundadas por lo divino, ampliando sus confines para abarcar la esencia, contener lo infinito. Son vehículos que transportan poderes curativos sagrados a la comunidad humana.

Las curanderas como receptáculos

Las curanderas que pertenecen a la tradición de los templos espiritualistas usan el término vaso para calificar a las mujeres que reciben el espíritu en ellas. En su calidad de vasos, son simultáneamente instrumentos y receptáculos de los poderes curativos del espíritu. En sus palabras, “mujeres humildes” se identifican así con el Todo Poderoso.

      En la tradición espiritualista, las mujeres pueden ser receptáculos del creador, así como de entidades sobrenaturales (Ortiz, 1990, p. 51). Ya que, como lo hemos visto en el capítulo anterior, son generalmente mujeres las que ocupan los rangos superiores de la jerarquía de los templos (Finkler, 1979, p. 103), la expansión rápida de los templos espiritualistas puede ofrecer nuevas posiciones de autoridad a mujeres, así como un estatus considerable dentro de sus comunidades.  

     Tranquilamente sentada a un lado del altar del templo, doña Agustina espera a sus pacientes. Llega un hombre maduro modestamente vestido que explica su dolencia. El espíritu protector habla por el intermedio de doña Agustina. Un asistente anota la prescripción y las recomendaciones. Después de que el ritual de posesión habrá terminado, doña Agustina no recordará lo que oyó, dijo e hizo en estado de posesión.

     Es la divinidad quien elige tal curandera como vaso. Durante su entrenamiento, aprende a dejar el espíritu actuar por su intermedio. Tiene también que aprender cómo tratar a los espíritus malignos o traviesos que podrían estorbar sus funciones curativas. En términos generales, su contribución a la curación consiste principalmente en remover los obstáculos al desempeño de la divinidad en y a través de su cuerpo.

Viajera cósmica: La mensajera

Imaginen a la mensajera como una corredora veloz entrenada a recorrer largas distancias por montañas, valles, desiertos, bosques, ciénagas, capaz de mantener su esfuerzo indefinidamente, más allá de los límites de la resistencia humana. Existían tales corredores en el imperio azteca. Eran los mensajeros que traían noticias de los guerreros desde los campos de batalla, rumores sobre aliados y enemigos, y que también proveían al emperador, en las altiplanicies, en Tenochtitlán, pescado fresco de las lejanas costas del Golfo. Estos corredores, que luchaban contra las fuerzas de la naturaleza, no parecían conocer el cansancio. Las mensajeras de lo divino se parecen a estos corredores de larga distancia, sólo que ellas parecen transitar por los peligrosos linderos de la consciencia y de la percepción. Se sumergen en los misterios, las oscuridades y perplejidades de la existencia para volver con noticias de la divinidad, curas, alivios y revelaciones.

     Damiana Oviedo fue la fundadora de un linaje de la herencia espiritualista. La guía del Templo de Belén de la ciudad de Jalapa relata con estas palabras la fundación de su linaje:

La primera mujer que descendió al planeta Tierra para dar a conocer la luz del Señor fue Damiana Oviedo, y por eso los templos llevan también ese nombre. Desde el momento en que nació Damiana dijo muchas cosas que el Señor le había indicado; vivió tres días y murió, y a las veinticuatro horas revivió y siguió una vida normal… Desde la edad de siete años, sus padres, que eran cristianos, le decían que por que ella no le gustaba ir a la iglesia; y ella contestaba “en lugar de ir a la iglesia, donde no aprendo nada, mejor voy a la escuela”… desde chica encendía su veladora y ponía su vaso de agua y rezaba… Como a los trece años, fue a Manzanillo y allí fundó el primer templo en una casa muy humilde… luego el Señor le habló y le dijo que tenía que implantar la luz en la ciudad de México, y se fue allá y lo fundó y la seguían  las multitudes. (Lagarriga, 1991, p. 31).

“Implantar la luz del Señor” es una de las formas de traer noticias del espíritu   divino a este mundo, tarea de la mensajera. Cuando estos mensajes se refieren al dolor y a la enfermedad, desempeñan una función diagnóstica y terapéutica. Al escuchar al espíritu y dejarse señalar e influir por él, las curanderas mensajeras reciben la comunicación. Esta concierne principalmente cuestiones espirituales y de salud y, sólo en segundo lugar, preocupaciones materiales. 

     Paula Jiménez, de San Bartolo Yautepec, toma una infusión de ololiuhqui para prepararse a ser mensajera de los dioses en la tierra (Wasson, 1966). Más activamente que la mujer vaso, la mensajera colabora con ambos el espíritu y el paciente, tomando las demandas de éste entre sus manos y llevándolas a otro nivel de realidad. De la divinidad, de Dios, de las fuerzas benéficas ella se esfuerza para traer al dominio humano bendiciones, y saberes. Ella se desplaza saltando entre los dominios de lo sagrado y de la tierra, no  es un  simple viaje ida y vuelta, sino un difícil vaivén sostenido por humildes rezos y peticiones hasta que la angustia y el dolor hayan encontrado algún alivio (Wasson, 1066, pp. 336, 337).

     Como lo muestra el estilo de sus rituales, las mensajeras son intermediarias. Rosa, una curandera del Estado de Guerrero, en busca de protección para su paciente, insiste en ir de nuevo para hacerle saber a la divinidad que es urgente. Pide a su paciente que espere en silencio y oración. Ella exige un silencio profundo mientras va a hablar con el Todopoderoso. Nada la hará más feliz que regresar con una respuesta positiva para los sufrimientos del paciente, con un nueva comprensión de su predicamento y con palabras tranquilizadoras y de consuelo que no son suyas sino del espíritu. Ser una mensajera es una manera de comunicarse con Dios, de colaborar con Él en el alivio de dolores y padecimientos humanos.

La compañera

Ella y Dios son colegas, compañeros y socios con una tarea en común: mitigar el sufrimiento. Puede tratar de devolver al doliente su sombra perdida (su tonalli o alma), de calmar convulsiones o de ayudar a una persona afectada por un susto para recobrar la paz interna. Dirige sus peticiones a la divinidad con tono de familiaridad, como si compartiera una tarea con su socio divino. Acaban de llevar una niña picada por un alacrán a la hermana Julia, de Cuernavaca. Parada frente a una imagen de Cristo, implora: “¡Jesucito, no me falles, dime lo que tengo que dar a esta muchacha!” (Baylelman, 1993, p. 66). “¿Una inyección en el brazo?” pregunta. El tono de su voz es alegre, veloz, a veces excitado, pero siempre práctico, de ninguna manera solemne o piadoso. Voltea hacia la asistencia y anuncia que la niña necesita una inyección. Acto seguido, se libra a una serie de acciones sorprendentes. De una mesa imaginaria frente a ella, toma una jeringa y algunos otros instrumentos y mima el gesto de aplicar una inyección.  Después de media hora de espera que Julia pasó frente a su televisor, aparece otra vez frente a los asistentes. El estado de la niña no ha mejorado, el aspecto de su brazo es quizás peor. Julia voltea bruscamente hacia la imagen de Jesús. “¿No tienes vergüenza?”, le pregunta. “Me has pedido que le hiciera una inyección y no sirvió para nada. Me has fallado, ¿qué tienes contra mí? La niña aún está enferma. No permitiré que me sigas tratando así. Dime lo que tengo que hacer”. Silencio. Escucha detenidamente y entonces “¿Otra inyección? Muy bien, pero esta vez tienes que hacer tu parte”. Repite el ritual. Pasan unos minutos; la inflamación baja y la muchacha parece sufrir menos. Julia acompaña a la paciente y su familia a la puerta. No suele cobrar sus servicios y cuando los padres le ofrecen tres billetes de diez pesos, los mira a la cara y, sin una palabra, les devuelve diez pesos.

La forma en que Julia se acerca a la divinidad, Jesús, expresa la tonalidad de una cultura en la cual el dominio religioso es aceptado tan naturalmente como cualquier otro.  La niña se alivió y volvió a su casa. La hermana Julia volvió a su televisión, envuelta en la semi-oscuridad de su choza con piso de tierra. No hubo huellas de la tensión dramática, los trances y el nivel de emoción que acompañan las intervenciones de muchas otras curanderas. El colaborador de Julia, Jesús, simplemente cooperó con ella en una tarea común. En ningún momento pareció prestar una atención especial al evento. Siempre supo que sin ayuda divina, nunca hubiera sido capaz de curar a la niña. Julia es una mujer más en la vecindad: tan pobre y humilde como las otras, “sin escuela” como ellas. Su contacto con la eternidad no la ha hecho orgullosa. No pide ninguna compensación para sus servicios. Atiende a los padecimientos de su comunidad y comparte esta tarea con la divinidad. Tiene pocas necesidades. Organizó su vida de manera a permanecer disponible y poder responder cualquier pedido de ayuda con el auxilio de la divinidad. La curandera compañera no recibe el espíritu sobrenatural en su cuerpo como la curandera vaso. Tampoco tiene la obligación de transmitir un mensaje divino, como la mensajera. Tampoco es un vehículo: no está sola, no está en trance, no está en estado de posesión. Es simplemente una compañera algo juguetona que cumple con una tarea curativa.

Servidoras de lo divino

Muchas curanderas son yerberas, parteras, hueseras y hablan de sí mismas como servidoras de lo divino. Cuando prescriben una planta curativa, soban una articulación lastimada o atienden un parto, realizan al mismo tiempo un ritual. El compartir contenidos simbólicos con el paciente, no es menos importante que la inmersión dramática en la divinidad o colaborar familiarmente con ella. Esto es particularmente cierto cuando el tratamiento implica una limpia, una búsqueda de la sombra pérdida, la atención a un susto o la curación del mal de ojo, cuatro categorías de padecimientos que no pueden ser reducidos a simples desequilibrios físicos. Estas categorías de enfermedad no pueden ser reducidas a simples desequilibrios. De hecho, es en esta dimensión que los poderes de una curandera, aún si se trata de una yerbera, son lo más evidentes. Ellas también tienen la capacidad de expulsar los “malos aires” o “aigres” del cuerpo afligido de sus pacientes. Otros de sus poderes les permiten neutralizar el mal de ojo o recapturar una sombra perdida o aún de liberar a sus pacientes de aquellas entidades espirituales traviesas o a veces malignas que habitan el tan complejo cosmos mesoamericano.

     En los sectores populares, casi cada mujer, además de saber aplicar remedios caseros, tiene la capacidad de hacer una limpia. Este rito es un acto que implica una muy peculiar percepción del universo y de sus significados implícitos generalmente inaccesible a la mayor parte de la gente.

Las parteras eran las grandes sacerdotisas del mundo azteca. Alentaban a las mujeres que entraban por primera vez al “campo de batalla” que era la ceremonia del parto. Ellas dirigían el proceso: daban masajes, rezaban, recetaban hierbas y acompañaban las parturientas al temascal (especie de “sauna” indígena) y las preparaban para la “batalla” decisiva (Sahagún, 1982, Libro VI, capítulo XXX, pp.383-384). Actualmente, las parteras son aún altamente apreciadas y asisten muchas mujeres en sus partos. Las técnicas que usan varían de un pueblo al otro (Marcos, 1996, p. 124). Hoy, se suele llamar parteras empíricas a las que han sido entrenadas en el seno de sus tradiciones orales y “empíricas” y cuyos conocimientos se arraigan en una tradición a veces milenaria.  Tienen un amplio conocimiento práctico de las hierbas y de los rituales que deben acompañar su ingestión. Sus encantaciones dotan al cuerpo de la mujer con significados cósmicos que la estimulan a afinar sus flujos internos con las fuerzas naturales dadoras de vida.

      Las mujeres que cumplen con estas funciones curativas son servidoras de la divinidad. Al hacerlo, atienden a la comunidad como poderosas mediadoras en su bienestar.

María Sabina, la sabia mujer de los hongos sagrados

Como un vaso vacío abierto a lo impensable, inimaginable e inasible, ella, como parte de la naturaleza, recibe el espíritu y establece con la divinidad una relación propicia al desempeño de su misión. Son la intensidad de esta relación, aunada a su profundo compromiso con el bienestar de su comunidad los que la guían y la sostienen en su arte de curar. Transformada por la divinidad, es sucesivamente receptáculo, mensajera, compañera y servidora de los dioses. María Sabina es una de las mujeres sabias del teonanacatl, como se llama al hongo sagrado que es “carne de los dioses”. Pertenece a una vieja tradición que pervive entre los mazatecos, un grupo indígena de los linderos entre los Estados de Puebla y de México. Protegida por las montañas escarpadas de la sierra madre, la tradición de las veladas, largas ceremonias curativas nocturnas, se ha mantenido viva. Un elemento importante de estas veladas es la ingestión de hongos psicotrópicos o santos niños, como la curandera –chamana los llama. María Sabina es una de las más conocidas entre las especialistas de estos rituales curativos. Durante la ceremonia de curación, canta una letanía cuyas repeticiones rítmicas y redundancias semánticas ejercen un efecto hipnótico sobre los asistentes. En el estado de trance alcanzado, se concibe como un vehículo de las voces de los dioses y una intermediaria entre su universo y el dominio humano. 

Las Américas se distinguen entre todas las regiones del mundo por su abundancia en lo que Gordon Wasson definió como enteógenos – semillas, hojas, flores, malezas, raíces, cactus y hongos que, al ingerirlos, “conectan con los dioses”. Es también la región más rica del mundo en término de saberes sobre los enteógenos y la manera de usarlos. (Schultes y Hoffman, 1982, p. 62). En las Américas, el número de todos los elementos vegetales conocidos y usados para inducir estados alterados de consciencia es mucho mayor que en el conjunto de todos los otros continentes. En Mesoamérica, las plantas sagradas que permitían que los humanos se comunicaran con lo sobrenatural o enteógenos eran medios de curación privilegiados. Se ha estimado que su uso y las tradiciones asociadas con él se remontan a más de diez mil años (Furst, 1976, p. 8). Incrustadas en ritos religiosos, estas tradiciones y sus pervivencias contemporáneas testimonian un legado y una abundancia de recursos en las vidas de los pueblos mesoamericanos.

En 1956, Wasson grabó una de las veladas sagradas de María Sabina y le dedicó luego estudios detallados. Supo reconocer los pasos mediante los cuales la curandera-chamana y los otros participantes en el ritual se sumergen progresivamente  en lo sobrenatural. Es siempre una actividad comunitaria. La familia cercana se congrega alrededor de la persona enferma mientras la familia extendida se mantiene en ayuno cantando. Los parientes cercanos y más lejanos se unen para acompañar al paciente durante toda la noche, hasta que éste expulse el mal[1].

Una característica de esta ceremonia es que la chamana canta durante toda la noche. Álvaro Estrada, el sobrino de María Sabina, tradujo sus cantos del mazateco al castellano (Estrada, [1977] 1998); H. Munn realizó una versión inglesa a partir de la traducción de Estrada (Munn, 1981). Estos cánticos dan testimonio de la pervivencia (Quezada, 1997) de un universo secreto y hermético de creencias. Estas creencias nos permiten a su vez asomarnos a la cosmología subyacente a la percepción mesoamericana de la realidad. Uno de los primeros manuscritos de la época colonial es la Psalmodia Cristiana traducido por J.O. Anderson, nos encontramos en el prólogo, estas palabras de Fray Bernardino de Sahagún:

Una de las cosas por las cuales los indios de Nueva España eran particularmente cuidadosos era con la devoción a sus dioses… que honraban de varias maneras y a los cuales dirigían cantos y alabanzas implorándolos día y noche en los templos y oratorios, cantando himnos y formando coros y danzando en su presencia… después de que fueron bautizados, se han hecho muchos esfuerzos para conminarlos a abandonar esos viejos cánticos de alabanzas a sus dioses falsos y de cantar solamente  alabanzas a Dios y a Sus santos… porque en los viejos cánticos cantaban principalmente cosas idolátricas en un estilo tan oscuro que nadie los podía entender salvo ellos mismos… en este volumen llamado Christian Psalmodia, estos cánticos [cristianos] han sido impresos en lengua Náhuatl para que abandonen completamente los viejos cánticos so pena de castigo… a cualquiera que vuelva a cantar los viejos cánticos… para que canten únicamente los de Dios y Sus santos. (Anderson, 1993 [1583], p.7,8).

Ángel Garibay (1964) comenta: “ellos (los franciscanos) soportaban los cantos y las danzas (tradicionales) pero se esforzaban para que fueran cristianizadas” (citado en Anderson, 1993, p. ix).

     En los rituales curativos de María Sabina, como en aquellos que se practican en casi cada ceremonia indígena del área mesoamericana, los santos católicos y especialmente la Virgen María son frecuentemente invocados en las letanías, los cantos y cánticos y las oraciones. La traducción de la Psalmodia al Náhuatl por Sahagún puede inducirnos a pensar que, desde el siglo XVI tomó forma un verdadero sincretismo entre las religiones indígena y cristiana. Ya que para los frailes, la catequización era un esfuerzo por cambiar las devociones locales, se empeñaron en sustituir las invocaciones de los espíritus sobrenaturales y de las deidades por oraciones a los santos, a la Virgen y a Cristo. Lo que ocurrió en los primeros años de la Colonia no fue ninguna “apropiación autónoma” (G. Bonfil, 1984) y tampoco una “interpenetración de civilizaciones” espontánea (R. Bastide, 1978) sino más bien una sustitución de imágenes e invocaciones en parte motivado por el miedo a ser castigado por los agentes de la fe conquistadora. Como lo han notado varios estudiosos (ver por ejemplo Gruzinski, 1988, p. 232), protegido por esta chapa cristiana (Hunt, 1977, p. 230), el armazón fundamental de las creencias indígenas pudo mantenerse en gran parte intacto. Por tanto, los cantos de María Sabina, revestidos de imaginería católica, pero tan “oscuros” como los cánticos ancestrales registrados por Sahagún poco antes de 1590, abren ventanas hacia los significados arcanos subyacentes a las expresiones poéticas y revelan su valor literario y su importancia moral (Anderson, 1993, p. ix). Oír y leerlos en consonancia con la interpretación de la poesía y literatura Náhuatl de Miguel León-Portilla (1969, 1984) podría ser muy fecundo.  Por su parte, John Bierhorst, en el prefacio de su traducción del Náhuatl al inglés de los Cantares mexicanos cita una frase que pudiera aplicarse a las experiencias de María Sabina: “Del cielo, ah, vienen buenas flores, buenos cantos” (1985, p. 4). Y el poeta azteca canta: “hemos bebido del vino del hongo…” La vena poética de María Sabinas recuerda la de éstas antiguas estrofas. Aquí están sus cantos citados extensamente. Acostumbrarnos a sus ritmos y redundancias, apreciar su calidad poética y espiritual debe conducirnos a acercarnos con respeto a un universo religioso tan ajeno a la mentalidad moderna.

Screenshot. Fotograma. María Sabina, mujer espíritu. Nicolás Echevarría.

Soy mujer de pensamiento

Soy mujer de asuntos de autoridad

Soy mujer que ha hecho parir

Soy mujer sabia en medicina, dice

Soy mujer sabia en lenguaje, dice

Soy mujer de sabiduría, dice

Soy mujer que mira hacia adentro, dice

Soy mujer que examina, dice

Soy mujer que llora, dice

Soy mujer que truena, dice

Soy mujer sabia en hierbas, dice

Soy mujer sabia en medicina, dice

Soy mujer sabia en lenguaje, dice

Soy mujer chuparrosa, dice

Soy mujer que chupa, dice

Soy mujer limpia, dice

Soy mujer arreglada, dice

Soy mujer estrella grande, dice

Soy mujer luna, dice

Es mujer de luz, dice

Es mujer día, dice

Nuestra mujer santo, dice

Nuestra mujer santa, dice

Nuestra mujer espíritu, dice

Nuestra mujer de luz, dice

Nuestra mujer aerolito, dice

Nuestra mujer remolino, dice

Nuestra mujer santo, dice

Nuestra mujer santa, dice

Nuestra mujer de las alturas, dice

Nuestra mujer que da luz, dice

Es la mujer limpia, dice

Es la mujer arreglada, dice

Es amanecer arreglado, dice

Tu nuestro Padre Santísimo, dice

Ah es Jesús, dice

Tú eres el santo, dice

Tú ere la santa, dice

Tú eres la madre, dice

Madre que tiene vida

Madre que se mece, dice

Madre de brisa

Madre de rocío, dice

Madre que pare

Madre que se pone en pie, dice

Madre de leche

Madre fresca

Madre tierna, dice

Madre que crece

Madre verde, dice

Madre fresca, dice

Madre tierna, dice

Nuestra mujer santo, dice

Nuestra mujer santa, dice

Nuestra mujer espíritu, dice

Nuestra mujer de luz, dice

Es mujer día, dice

Es mujer día, dice

Nuestra mujer de luz, dice

Nuestra mujer espíritu, dice

Es mujer de luz, dice

Es mujer día, dice

Soy mujer que mira hacia dentro, dice

Soy mujer que examina, dice

Soy mujer sabia en medicina, dice

Soy mujer sabia, en lenguaje, dice

Y soy mujer de sabiduría

Soy mujer de luz, dice

Soy mujer de luz, dice

Soy mujer de luz, dice

Soy mujer que nada en lo sagrado.

(Estrada, 1998, Pág. 112 – 118)

María Sabina murmura: los pequeñitos son las que hablan. Si digo… soy una mujer que nació sola, los niños hongos son  los que hablan (Estrada, 1998, p. 49,50). Continúa: “El Dios que vive en ellos entra en mi cuerpo. Yo cedo mi cuerpo y mi voz a los niños santos. Ellos son los que hablan, en las veladas trabajan en mi cuerpo…” (Ibid., p. 90).    


[1]     Ceremonias comparables se reportan en Ameyaltepec, en el Estado de Guerrero. Chanta, una mujer indígena de habla náhuatl que se mantiene pintando escenas de la vida de su pueblo en papel amate, me ha concedido largas entrevistas en las cuales describió minuciosamente las fases de esta ceremonia, que puede durar hasta una semana, durante la cual la persona enferma, sus parientes cercanos y su familia extendida mantienen un estricto ayuno y rezan en silencio, mientras la curandera-chamana lleva a cabo la ceremonia. El sitio tiene que ser un lugar apartado y tranquilo, alejado de los ruidos de la ciudad. La experiencia dramática que vive la persona enferma y los suyos puede incluir verlo expulsar cosas heteróclitas por la boca: insectos y gusanos de todos tamaños y otros seres que no se parecen a nada conocido.  La experiencia consistiendo a ver y oír poderos espíritus y hablar con ellos tiene mucho en común con lo que ocurre en las veladas de María Sabina. En Ameyaltepec, la poción que incrementa la intensidad y la extensión de la percepción es la semilla del ololiuhqui (Rivea colymbosa, ver Marcos, ms 1979).

REFERENCIAS
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