I
El mar se abre paso,
no en silencio,
no en susurros,
el mar grita
y el ahogo
no se acaba,
como no se acaba el tedio,
el vacío de lo material
y el ansia de querer
comerse al mundo;
tragarse a quien se pueda en el camino
para ser el primero,
auto consumirse en la desesperanza.
El mar viejo.
El mar sabio.
El mar es lo Espiritual
que trasciende en olas
o en atardeceres
y se quiebra de espanto,
y se muere de risa
y no se va a callar.
Yo conocí la Fe
en la luz que en cada alborada
acaricia la hoja del manzano,
tímida,
natural,
sencilla
para que nazca la Esperanza en forma de fruto.
Siempre he sido del bosque,
crecí libre y natural
con los pulmones henchidos de anís y pinos,
con los ojos abiertos a las copas de los árboles
y también al musgo y el limo pequeñito;
en el bosque
la orquídea se recuesta en la corteza
mientras el sol
describe caprichos en el ámbar del encino;
pero el bosque también ha sido mutilado
y le cortan raíces
y le llueve el olvido;
llora encendido de sierras
entre capas de cemento.
Hablo desde un cementerio de barcos,
desde una tormenta de arena
viva, encarnizadamente viva;
desde un minúsculo racimo de piedritas
que un día fueron risco, playa, horizonte;
yo la Soledad,
habito esta proa de madera que se deshace,
este puerto de indiferencia y vacío
en la ciudad más poblada;
sostengo el mástil de los suicidas,
la soga,
la llaga que no se cierra.
Tuve una vez un aliento en el vientre,
una fiusca,
como las de las luces de bengala
que iluminan, alegran
y de repente se apagan;
dicen que nunca se van
que aparece en flores o colibríes,
que escucha y siente
y que algún día
puede regresar a su nido.
Si yo me fuera
de un momento a otro,
de esta ciudad,
de este tiempo;
tal vez no pasaría nada,
los árboles seguirían ahí,
los coches con sus bocinas,
las fotos se irían desgastando,
mi voz quedaría grabada en pocos
como los recuerdos;
es seguro que muchos
ni siquiera sepan que existí;
sin embargo,
yo si extrañaría el viento,
sus manos,
nuestra risa,
los más pequeños de la casa
y los más viejos;
estoy segura que extrañaría
la música que hacen las palabras,
el olor de algunas cosas de la infancia,
mi bosque,
así como ahora extraño tanto a mis perros.
Una columna obscura se levanta y los niños se arrancan los juegos de un tirón…
Silvio Rodríguez
Quién se atreve a olvidar
el grito ensordecedor de un gemido,
la inundación que provoca una lágrima,
la ráfaga de carcajadas de mi pueblo;
quién se ha atrevido a retar un canto,
una sola palabra nacida del amor;
no quiero que nadie más se muera
en el olvido,
en una ciudad enorme
abandonado;
no quiero que nadie más se atreva
a olvidar un verso
como bálsamo;
quién se sigue atreviendo
a asfixiar trigales
con muros de concreto
y cantos de pájaros
y mariposas volando.
