Relato de una casa abandonada/ Cuento de Karen Lizama

Todos nos sentimos perdidos alguna vez, frágiles, rotos.

Un día inesperadamente nuestros vicios salvavidas dejan de funcionar y todo el sentido, si es que alguna vez existió, se desvanece. Pero es justo ahí, en esa oscuridad alejada del conocido camino, que podemos reconstruirnos y reencontrarnos como alguien completamente distinto.

Para mí, la piel, la carne, el deseo, la saliva y todo lo que fluyera de un cuerpo cálido conformaban mi sitio seguro, ese al que los terapeutas te recomiendan recurrir en un ataque de ansiedad, el safe place.

Cuando la angustia de la vida comenzaba a trepar por mi espalda, yo me imaginaba trepando con la lengua el torso desnudo de un ser sin rostro, casi siempre calmándome en el momento en que mi boca llegaba a la yugular. Desde que puedo recordar tuve un crush con los vampiros y la idea de clavar mis dientes en esa punzante vena me daba calma.

¿Nací con este fuego por dentro? Pienso que sí, me recuerdo de pequeña recorriendo las esquinas de los sillones en esa vieja casa del Pedregal con mi entonces lampiña y diminuta “cola”,  término utilizado por todas las señoras que había cerca de mí para evitar mencionar vagina, coño o alguna palabra que les resultara demasiado gráfica o “corriente”. Recuerdo a mi abuela que no paraba de reprenderme y de paso a mi madre repitiendo que “eso no era decente y que las señoritas no debíamos comportarnos de esa forma”. A esa edad yo era demasiado pequeña para cuestionarme si la mayoría de las niñas se sentía igual que yo, con una especie de corazón latiendo entre las piernas, pero conforme seguí creciendo me supe distinta, con una marea imparable en cada célula, hormona y elemento químico, responsables de estar gestando dentro de mí un deseo explosivo [y posteriormente destructivo].

Ya por ahí de los nueve años, cuando llegó la primera menstruación y mis pezones puntiagudos insistían en asomarse a través del corpiño, camiseta o sudadera del uniforme escolar, pude suponer que mi vida no sería sencilla.

Estando apenas en la primaria notaba el recelo de mis compañeras de clase por algo que ni ellas ni yo entendíamos; mientras que los compañeros, igualmente sin saber por qué, tenían una constante necesidad de rozar sus cuerpos contra el mío cuando jugábamos en el patio o nos encontrábamos frente a frente en el salón de clases, y aunque ningún profesor llegó a  sobrepasarse, no era extraño encontrarme con sus ojos mirando fijamente mis senos, o lo que alcanzaba a verse entre las calcetas y la falda escolar.

A nadie le sorprendió cuando fui llevada a la dirección por haber sido encontrada fumando en el baño a los 12 años, siempre fui precoz, algo dentro de mí quería crecer, algo dentro de mí tenía la urgencia de sentir y fue por esos días cuando tuve el primer encuentro con un hombre y mi primer desencuentro conmigo.

Recientemente leí que el cerebro de una persona no termina de desarrollar la conciencia hasta los 21 años y que por más maduro que alguien parezca, no es hasta entonces que puede considerarse que sus decisiones son cabales. Mis padres, con tal de no lidiar con la locura de mi adolescencia, decidieron que yo era muy madura para mi edad y que a los 12 años ya era capaz de tomar mis propias decisiones; y así fue como apareció en la historia mi primer novio, un hombre de 26 años que tuvo la decencia de sólo fajonearme unas cuantas veces sin sucumbir ante el deseo de desvirgar a una casi niña (don’t let this big tits fool you).

Calentadores. Karen Lizama /KarCalamity

¿Puede trastocarse en uno la concepción del amor dependiendo de las primeras experiencias? ¿Podía aquel hombre de 26 años saber que esa niña que le pedía que la tocara, pero que inmediatamente después de sentir sus manos cerca lloraba y pedía irse, tenía alguna clase de trastorno? ¿O le era claro que ese cuerpo que vibraba en sus manos era el de una niña atemorizada por sus propios impulsos, pidiendo a gritos un poco de contención? Quizá sí, pero una y otra vez intentó calmarla a besos llenos de saliva, hasta que ella volvía a pedírselo: “Tócame de nuevo”.

Nunca sentí una guía y el divorcio de mis padres seguramente contribuyó a eso, la primera estructura se había podrido desde antes de que su servidora diera el primer berrido, en manos del obstetra del Hospital Inglés, y aunque mi padre solía llevarme a comer churros los fines de semana, pudieron más con él las piernas largas y los gigantescos senos de su entonces secretaria, que los verdes ojos de su pequeña hija en crecimiento, de la cual huía siempre que las cosas se tornaban difíciles. Así que, como era de suponerse, desde entonces comencé a confundir el abandono con dirección, con fuerza, con amor. Quería de alguna forma ser rescatada, que alguien me dijera cuál era el camino, porque yo en realidad no sabía lo que hacía.

¿Qué fue lo que detuvo a ese hombre de ir más lejos? Nunca me hizo tocarlo y siempre fue obediente de mis límites. Pienso que muy en el fondo se había enamorado y en él guardaba la esperanza de que un día yo se lo permitiría, pero no fue así, yo no estaba enamorada y contrario a lo que podría pensarse, en realidad era yo la que lo utilizaba, pero me aburrí pronto, comenzó a desparecer la timidez de las primeras caricias, empecé a descubrir cómo me gustaba ser tocada, abría las piernas llevando su mano hacía mi vagina en desarrollo y le indicaba qué presión usar, qué ritmo, era yo comandando sus manos a mis primeros orgasmos, en la sala de mi casa, en el portón de la suya, en esas mañanas en las que me iba de pinta de la escuela o en las tardes en las que mentíamos diciendo que iríamos a caminar a Coyoacán. Un año y medio duró ese jugueteo y un día, así sin más, le dije que ya no quería seguir viéndolo y ante mi propia incredulidad lloró y siguió llamando por los siguientes seis meses, mientras yo, totalmente alejada de esa historia me enamoraba por primera vez y entregaba sin el menor reparo aquello por lo que sus manos habían trabajado un año y medio.

Tenía catorce años cuando sentí un latido distinto al ya conocido entre mis piernas, este latido quería salirse de mi pecho, no me dejaba dormir, no me dejaba comer, le daba a todo un sentido distinto y yo sentía que me moría, pues aquel que me provocaba todo eso, estaba sumido en su popularidad post adolescente, y me trataba como la niña que en realidad era, pero me negaba a ser. Lo veía pasearse por delante de mi ventana con la chica en turno, siempre mordiéndoles el cuello o atascando su lengua hasta lo que yo imaginaba como lo más profundo de sus anginas. Cuánto lo deseaba al muy cabrón. No podría contar las noches en las que, a oscuras, me metía bajo las sábanas y fantaseaba con él. Lo imaginaba entrando a mi recámara, sentándose en la esquina de la cama, metiendo sus manos morenas por debajo de las sábanas, acariciando lentamente mis pies, imaginaba su respiración acelerándose, cuando mis pantorrillas se tensaban a su contacto, imaginaba cómo podía oler mi humedad desde donde estaba y sentía cómo su lengua se saboreaba por dentro de las mejillas. Era inevitable que mis propias manos cobraran vida, buscando poco a poco fingir que eran las suyas, adentrándose cada vez más en mi humedad, en mis labios, en el intermitente toqueteo de mi clítoris. Mordía la almohada ahogando mis gemidos, mientras lo imaginaba lamiendo mis pezones y apretando mi garganta, ya desde entonces me empezaba a gustar un poco el dolor que provocaba su rechazo y esa línea cercana a sentir que la vida se va en un clímax.

Pasaron meses en los que esa ventana se volvió la finalidad de mis ojos: no había día en que no me sentara a contemplar la calle, a la hora en la que sabía que él pasaría. Estaba obsesionada, y había memorizado el itinerario de aquel presumido inalcanzable. Por supuesto, para ese entonces, él ya se había dado cuenta de los ojos verdes que lo miraban a diario y una tarde mientras lo observaba, volteó directamente hacía mí. Nuestros ojos se encontraron, esta vez estaba solo y yo, a punto de gritar, me volví de mil colores y por un instante mi cara se asemejó al rojo de mi pelo, pues sí, han de saber que además de haberme desarrollado a la velocidad de la luz, mi cabello rojo, mis ojos verdes y mi piel casi transparente, me hacían ver un poco fluorescente. No dije guapa, pues la combinación de todo, de hecho, me hacía parecer un poco extraña, era como esas camisas amarillas chíngame los ojos que no puedes dejar de ver, pero que al mismo tiempo causan algo un poco inquietante.

El caso es que me miró fijo y sonrió, cruzó la calle y se dirigió directamente hacia mi visor del mundo. Antes de que yo pudiera echar pecho tierra, sus manos fuertes, las mismas que había imaginado cientos de veces recorriéndome completa, tocaron el cristal y sin más remedio me vi forzada a abrir esa barrera, que durante meses había sido mi cómplice para stalkearlo. No dijo mucho, preguntó mi nombre, mientras me apretó con fuerza la mano que tenía sostenida al marco de la ventana. “Mañana vengo por ti y vamos a caminar”, me dijo con su voz de diecinueve años que aún recuerdo claramente. Fuimos a caminar el día siguiente y el siguiente y así durante varios días, en los que recorríamos las calles de la colonia y visitábamos las casas abandonadas, que poco a poco el tiempo iba consumiendo. En nuestros recorridos supe que solamente estaba de paso, viviendo temporalmente en casa de sus tíos y que pronto iría de vuelta a Tijuana, que le gustaba la cerveza oscura y que tenía un tatuaje en el brazo izquierdo, recuerdo del barrio en el que vivía en Tijuas. Me trataba como a un compa, ya no como a una niña sino más bien como a uno de sus camaradas, cada que pasaba su brazo sobre mis hombros, yo pensaba que al fin ese sería el momento de mover su mano un poco más abajo, para apretarme una teta, y yo en ese momento podía al fin morir, pero nada, nunca un beso, una caricia, nada. Y justo cuando yo ya estaba dispuesta a aceptar la triste realidad, llegó a despedirse y me dijo que fuéramos a un último recorrido. “Vamos a la casa esa de la calle Zarco”, me dijo, y así lo hicimos.

La casa de Zarco era una chulada que había sido devorada por enredaderas, humedades, olor a orines y grafitti, los techos altos parecían desmoronarse cada vez que el viento se filtraba por lo que alguna vez fueron enormes ventanales y las escaleras de caracol a la mitad de la estancia recordaban esas imágenes que uno tiene de palacios de cuento. Nos gustaba esta casa en especial porque algo nos decía que había sido testigo de grandes historias y ahora nosotros formábamos parte de una más.

Así fue como este lugar se volvió el cómplice de la primera vez que yo fuera tomada, penetrada, poseída y desvirgada por un joven de manos fuertes y piel morena, al que nunca más volvería a ver y del cual, parte de mí, continúa profundamente enamorada, si es que eso del amor en realidad existe.

¿Ya les había contado que esa era una despedida? Cuando entramos a la casa nos dirigimos hacia el jardín, que era la parte que más nos gustaba, porque todavía conservaba pedazos de hierba donde uno podía recostarse, sin temer a encontrarse con la mierda de algún vagabundo o algún animalillo colado. Yo ya no esperaba ningún tipo de acercamiento, estaba convencida de que no era su tipo o que me encontraba demasiado flaca, demasiado pálida. Pero ahí estaba yo, echando mi desmadre cotidiano, cuando él, repentinamente, tomó mi mano y me dijo: “¡Shhh! Cállate, cierra los ojos”. por supuesto mi reacción fue una risa y un titubeo, pero su mirada intensa me dejó claro que no estaba jugando, así es que lo hice: cerré los ojos apretándolos con fuerza, él acercó su rostro al mío, pude sentir su aliento cerca de mi boca, olía a chicles de menta. “Shhh, relájate”, me dijo con la voz más suave que le había escuchado nunca y sentí mis párpados relajarse mientras su nariz recorría mi oreja, mis mejillas, un poco el cuello, soltó mi mano y empezó a acariciar mi brazo muy despacio casi sin tocarme, su boca acercándose a la mía y su lengua abriéndose entrada entre mis labios, yo temblaba toda, podía sentir mis pezones endureciéndose y rozando la tela del vestido azul que desde ese momento se convirtió en mi favorito. Acercó su boca a mi oído mientras sus manos bajaban de mis muslos hasta mis rodillas y sutilmente, pero con firmeza, separó las piernas que yo mantenía presionadas una junta a la otra.  “¿Alguna vez te habían dicho que tu piel es como para morir después de tocarla? ¿Alguien te había dicho que tu boca puede llevar a la locura de no poder tener calma, de no poder comer, de despertar, dormir y caminar con erecciones incontenibles todo el tiempo? ¿Sabías que me estoy volviendo loco de pensar que solo hoy podré tenerte y que a partir de ahora serás de cualquiera, menos mía?” Decía esto, mientras deslizaba ahora sus manos por adentro de mis muslos, bajo el vestido, acercándose cada vez más hacía mis labios vaginales; que para ahora punzaban con cada sílaba que pronunciaba. Mi calzón completamente humedecido pedía ser arrancado, como si mi vagina se estuviera asfixiando y necesitara respirar. Comenzó a tocarme por arriba de la tela húmeda, mientras con su otra mano llevaba la mía hacía su sexo, que parecía querer atravesar la mezclilla y crecer hasta mí, hasta mis piernas, hasta todo mi interior.

Inevitablemente mi cuerpo se arqueaba al contacto de sus manos y las mías estrujaban con fuerza ese pedazo endurecido de su ser, que nunca pensé tocar, su zipper iba dejando algunas marcas en mi piel. “Ábrelo”, me dijo, con la respiración entrecortada y yo, obediente, desabroché el pantalón y dejé en libertad lo que a mí, en ese momento, me pareció un pene súper dotado. Mi corazón latía cada vez más fuerte como si se fuera a salir de mi piel. “¿Estás segura?”, preguntó, haciendo a un lado la tela de mi calzón e introduciendo sus dedos profundamente, “¿estás segura de que me quieres aquí adentro?” “¡Sííí, estoy segura!”, le dije entre gemidos.

“No te creo”, me retaba. “Por favor, por favor”, le dije, “te quiero adentro de mí”. En ese momento bajó mis calzones con rapidez, “vuélvemelo a pedir”, exigió. “¡Te quiero adentro, ya, ahora mismo!”, grité. Nunca en la vida sentí ni volví a sentir algo igual, una mezcla de placer y dolor punzante, me dolía el alma, no era el coño lo que me dolía, como había escuchado y leído que sería, mi cuerpo estaba demasiado listo, así que ni siquiera sentí el hilito de sangre correr entre mis piernas, no, el dolor venía de algo profundo, algo en mí sabía que esa sensación de ser penetrada en cuerpo, alma y mente sería mi dragón, ese que como una junkie de heroína trataría siempre de volver a encontrar y que me llevaría a los sitios más oscuros de mi ser.

Siguió moviéndose sobre mí, apretando mis senos, succionando mis labios, yo lo apretaba hacía mi con las piernas, le arañaba la espalda, sentía su lengua chocando con la mía, no era una novata miedosa perdiendo su virginidad torpemente, no, mi cuerpo respondía como si hubiera sido hecho para eso, para él.

No sé cuánto tiempo habremos durado en esa danza antes de que terminara sobre mi vientre, me sostuvo entre sus brazos por otro instante y se recostó a mi lado respirando agitado. Me quedé dormida con sus caricias en la espalda y puedo jurar que entre sueños lo escuche decir: “Te quiero”.

Una gota de agua fría deslizándose sobre mi frente me despertó, se había ido, estaba completamente sola, bajo esa lluvia que se acercaba amenazante a mi nueva piel, que descansaba bajo una chamarra de mezclilla, su favorita y la mía hasta este momento. Me reacomodé la ropa lo más posible, y salí de la casa en una especie de trance. Escuchaba los autos pasar, la lluvia crecer y yo no pensaba en nada, mi mente estaba en blanco, pero mi cuerpo era un temblor.

Dos meses pasé pegada a esa ventana, desde que regresaba de la escuela y hasta el siguiente día, en que tenía que alistarme para asistir al horrible edificio gris. Pero al paso de los días comprendí que era cierto, que eso había sido una despedida y que nunca más volvería.

Pasaron meses de atardeceres azules en lo que comencé a ver mi cuerpo transformarse. Dicen que eso sucede, que uno puede saber cuando una mujer ha perdido la virginidad, porque las caderas empiezan a ensancharse y así fue, mi cuerpo aún adolescente empezó a cambiar y mi mirada perdió un poco la inocencia, se volvió más melancólica. Sentí por primera vez ese calambre en el corazón, de saber que el ser amado se había ido y que nunca nada volvería a ser igual.