Los misterios de santa Margarita. Un cuento de Alexander Gracia Arredondo

Primero los hacen pobres luego les dan limosna.

José Emilio Pacheco

De nueva cuenta un accidente vial había causado un embotellamiento en la avenida Chapultepec cruce con calle Santa Margarita. A lo lejos, al inicio de la calle, me encontraba impotente frente al volante de mi pickup viendo cómo el tráfico se transformaba en un estacionamiento.

Adaptémonos, pensé en voz alta mientras cambiaba la palanca a la letra “P”y soltaba el pie del freno. Me apachurré en el asiento, puse algo de música y comencé a ver a mis alrededores; después de todo, parecía que iba a pasar un buen rato antes de avanzar. Al encontrarme en el carril izquierdo, solo tenía dos opciones de visión: una era el parque lineal a mi izquierda y la otra, a mi derecha, una madre de familia que trataba de apaciguar a sus hijos alborotados en el asiento trasero de una mamá-móvil. Opté por la primera opción.

El parque dividía la calle Santa Margarita y le otorgaba sentidos, llegaba justo hasta donde comenzaba la avenida Chapultepec y tenía algunos árboles repartidos con una que otra banca metálica de color negro. En una de ellas había un hombre en situación de calle cubierto con cartones. No hacía frío, pero había recuerdos de lluvia en el suelo: seguro el hombre estaba mojado. Aparté mi vista de la banca ya que al igual que con el embotellamiento no podía cambiar nada. Clavé mi vista en el semáforo. Las luces cambiaban pero no la posición de los vehículos, tampoco la del hombre de la banca y menos la mía.

Los cláxones comenzaron a sonar después de varios cambios de luz. Sincronizados ejecutaron una sinfonía que me empujó hacia mis adentros.

La corriente

El pasar de la corriente me despertó. Comenzó a inundar la vialidad que repentinamente se vio oscurecida por la sombra de unas nubes con porte londinense. Secó los recuerdos de lluvia y los sustituyó con un presente de pisadas que avanzaban en contra del sentido de los coches. La corriente se separaba en varios cauces los cuales a su vez dejaban rastros en su camino, dichos rastros estaban compuestos por gente de color, probablemente haitianos. Quienes debido a las condiciones de su país buscaban, como muchos otros, mejorar su situación emigrando a Estados Unidos; teniendo que hacer una parada obligatoria en México. Estos hombres se apartaban de sus familias que seguían corriente abajo, se detenían frente a los conductores para solicitar “una ayuda”.

Uno de ellos de quizá unos treinta años y apariencia fuerte se paró frente a mi ventana. Levantaba su dedo índice y lo alternaba con una seña de por favor, la cual consistía en la unión de las palmas de sus manos. Después de unos segundos paró en la seña de “uno” que formulaba con su dedo índice y dijo: taco. Contesté con un movimiento leve de muñeca que movía mi mano en señal de no; no tenía comida y pensé en que lo que se requiere para comprarla debería ser generado por su trabajo; después de todo estaba en óptimas condiciones para ejercer un empleo y una moneda mía no cambiaría su situación. El hombre se retiró y se reincorporó al cauce principal de la corriente, donde perdió su individualidad.

Suspiré y miré el portavasos, tenía unas cuantas monedas, las conté: trece pesos, tenía trece pesos que podía haberle dado y que probablemente yo usaría para alguna nimiedad. Apilé las monedas y pensé en dárselas a la próxima persona que la solicitara.

Casi Quasi Modo

La corriente dejó la vialidad llena de suciedad: bolsas, pañales sucios, playeras e incluso calcetines, dejaban recuerdos de miseria en el asfalto. Quizá trece pesos bastaban para comprar un pañal, que quizá acabaría tirado en una calle diferente.

Mis memorias de Santa Margarita eran distintas, más coloridas; ahora tenían un aspecto más cercano a lo tenebroso, que incluso se acentuó más cuando las luces del semáforo comenzaron a parpadear de manera convulsa.

Desde el parque, a una distancia de diez coches, descendió una silueta amorfa que avanzaba con muy breves pasos y se detenía frente a las ventanillas de los autos, las cuales no alcanzaba por su escasa estatura: apenas alcanzaba el metro treinta. Pensé en darle las monedas cuando llegase mi turno. Por allá del coche seis pude comenzar a descifrarla, tenía una joroba que convertía aquel cuerpo en una forma aurea, en una espiral vertical de Fibonacci. Su cabeza, la cual parecía no tener pedestal estaba unida por el mentón al breve pecho, donde mecía un collar improvisado por un alambre delgado del cual colgaban varias bolsitas de plástico con distintos tipos de yerba. No supe con certeza que edad tenía ya que estaba completamente cubierto por una capucha negra roída; intuí que era un anciano, pues llevaba un pequeño palo de madera que estaba más cerca de ser rama que bastón, el cual sujetaba con una mano atrofiada que parecía una garra.

Los autos comenzaban a pitar con más intensidad, aparté la mirada un momento del hombre para ver el motivo del alboroto. ¡Los vehículos se movían!, lentamente, pero lo hacían. Tomé las monedas que había apilado y regresé la vista a la ubicación del hombre brujil: ya no estaba. Intenté encontrarlo con la vista en otros sitios, fracasé. Las monedas tendrían que esperar, quién sabe a dónde habría ido aquella extraña figura, me generaban gran curiosidad aquellas yerbas, ¿acaso las vendía o eran para consumo propio? Este era un caso donde en realidad la moneda o lo solicitado sí pudiera marcar una diferencia. Las discapacidades muchas veces exponen a la falta de ingreso y, hay pocas medidas que apenas los ayudan a obtener lo básico, ya ni pensar en el tratamiento de sus padecimientos. Lo obtenido por aquel que está a través de la ventanilla es a lo único que pueden aspirar.

Los patrones rítmicos de los cláxones entonaban una mentada de madre, era mi turno de avanzar y no me había percatado por divagar sobre una situación que sentía ajena.

Torre viva

El gusto del avance duró poco. Quizá fue un tercio de Santa Margarita lo que avancé cuando las luces cambiaron al rojo.

Ante mis ojos se erigió una torre de tres niveles. La planta baja, concentraba su atención en el suelo, ya que debía permanecer totalmente fija al asfalto para proveer un sustento fijo a las plantas subsecuentes. La intermedia, cumplía con varias tareas: la primera la de aprovechar su altura para ver qué vehículos prestaban atención al piso más alto; la segunda y más importante, permanecer absolutamente rígida y empotrar sus miembros alrededor de la base del joven último piso; la tercera, la de comunicar el comienzo del derrumbe. El tercer nivel, al igual que la planta intermedia, tenía tres tareas: confiar en las demás plantas, no mirar abajo, y mover frente a su fachada tres esferas de distintos colores: una roja, una amarilla y una azul. La última de estas no se le daba bien, pues finalizó solamente con una esfera, la roja. Al recibir el golpe en su base se deslizó y aterrizó a los pies de la planta baja, donde se encargó de recoger rápidamente los activos caídos. El segundo nivel ya se encontraba en el piso para cuando terminó su tarea.

Con la misma velocidad en que la torre se levantó; cayó, para transformarse en una familia necesitada que requería dinero para su sustento. Una niña de aproximadamente cuatro años con tres pelotas cogió de la mano a un joven padre que avanzaba rápidamente detrás de otra niña de no más de ocho. La mayor los guiaba hacia los vehículos que habían prestado atención al espectáculo malabarístico: uno de ellos era el mío. Coloqué los trece pesos en la mano del hombre, que instantáneamente se fue al siguiente coche sin decir gracias. El acto de no dedicar una palabra me sacó de lo ensimismado que estaba después de aquella función; ya no era sorpresa lo que sentía, sino una mezcolanza entre preocupación y rechazo por aquel acto de explotación infantil, del cual, había sido cómplice.

Verde. Solté el freno con lentitud y observé por el retrovisor algo que me llenó de angustia: la familia subía al parque, donde entregaron lo recibido a una mujer que estaba sentada en una de las bancas dando pecho a un futuro “penthouse”.

Sombra derretida

Cuatro autos me separaban de la tan anhelada vuelta hacia Chapultepec, avenida libre de semáforos. Donde no habría más recuerdos de lluvia, pisadas, ni de miseria ni de complicidad. Ya no había nada por dar ni meditar, y es que; pensaba haber ayudado, sin embargo, me sentía más intranquilo e incluso menos bondadoso.

Detrás de la caja de mi camioneta emergió una sombra, nada la proyectaba y solo dos círculos blancos se observaban en el negro ser. Avanzaba en dirección al semáforo, se aproximó a mi ventana y comencé a ver pequeñas manchas de claridad que le quitaban aquel apodo. Fue entonces que comprendí: era un hombre negro con barba, solo que aquello que parecía piel oscura no era más que una capa negra dibujada con carbón que dejaba un trazo deslavado en todo lo que tocaba. El falso haitiano, hacía un símbolo alternado con sus manos que me trajo recuerdos de culpa. Solo las manos y el rostro aparentaban ser extranjeros, la verdad estaba cubierta por una sudadera también negra que ya no era suficiente para cubrir su pretensión descubierta por los manchones blancos.

Llegó a mi posición. Un toc toc surgió del encuentro entre su mano y mi ventana. El ruido me hizo pensar en las niñas, en el verdadero haitiano, en el anciano atrofiado; en lo mal que todo estaba para que alguien tuviera que aparentar ser una persona sin patria y aprovecharse de la situación. Emití un “no” mudo. El impostor desapareció, pero no la mancha oscura que dejó en el vidrio.

Mi culpa se transformó en fastidio. Solo quería llegar pronto a casa y estirar las malditas piernas. Esperé el cambio y cuando llegó, avancé con tanto ímpetu que choqué justo antes de incorporarme a la avenida. De nueva cuenta un accidente vial había causado un embotellamiento en la avenida Chapultepec cruce con calle Santa Margarita.

Alexander Gracia