Cinco minificciones de Andrés Tomás Pérez

Perseguidor de la nada

Corro tras vehículos que jamás puedo alcanzar. ¿Los que están orillados no me importan? ¿Por qué perseguir lo que jamás tendré? Persigo lo que se mueve, no lo entiendo, pero acá sigo cada día; es un trabajo aburrido y cansado. En ocasiones persigo lo que sea; el asunto es distraer el tiempo que me sobra. Usarlo en lo que más me agrade.

También me atraen las caricias que tampoco alcanzo; porque las manos se encuentran ocupadas en otras tonterías. Me siento ignorado. Temen que las lastime y por eso siempre me huyen.

En vez de perseguir lo inalcanzable me tiraré a dormir para alcanzar, en mis sueños, lo que en la realidad no obtengo.

Yo niño, yo adulto

Salía de casa para estar con los amigos que nunca faltaban. Vagaba por el pueblo, recogía cacharros de la basura o los que tiraban a la orilla de río, llenándome las bolsas de lo que encontraba: canicas cascadas, tapas de todos tamaños, frascos de ampolletas vacías que parecían pequeños contenedores, como las de la leche que vendía Pirrín, que vivía frente a la plaza.

Ahora como adulto aún sigo guardando un montón de cosas, pero ya no en los bolsillos.

Tengo una casa repleta de tantas cosas que ya ni recuerdo lo que guardo ni el por qué lo conservo. Mi esposa me reclama: Seguro trajiste otro tesoro que jamás utilizarás, hasta que un día tenga que salirme para que guardes tus cosas.

El niño y el adulto en mí no han cambiado mucho. Cada cosa que he guardado por costumbre o apego, sé que ha importado en su momento.

He iniciado una limpieza de objetos que ya no me sirven. Debo sacarlos de allí donde ahora estorban. Solo dejaré lo que más me importa; las cosas que de alguna forma han hecho de mí lo que ahora soy. Les guardaré un espacio enorme que tengo dentro del corazón.

Espejo retrovisor

Recorríamos el camino con curvas de la ruta que se había trazado previamente, nos desplazábamos en grupo los ciclistas en ese trayecto lleno de montañas con desfiladeros imponentes y riesgosos. Estuvimos de acuerdo en este recorrido, aun sabiendo lo riesgoso que era, pero le ponía más adrenalina a nuestra aventura.

Veo por el espejo de mi bicicleta como iban pasando las rayas blancas marcadas en el centro de la carretera, los señalamientos, rocas, árboles, los compañeros que me rebasaban y al fondo de los barrancos vi un sinuoso río lejano hasta ahí, abajo del camino.

Habíamos recorrido ya, en ese día, varios kilómetros y aún era media tarde. Alguien sugirió con un grito que sería bueno detenernos un poco, para descansar los cuerpos adoloridos de muchos de nosotros. El grupo se orilló y uno a uno fueron llegando como si fuera una parvada de pájaros que aterriza en el suelo.

Desmontaron de sus bicicletas para estirar las piernas, sobarse las pompis adoloridas por permanecer sentados durante tanto tiempo en un asiento diminuto y poco acolchonado. Muchos con sed bebieron de los termos para refrescarse, pero no para hartarse sino para mitigar levemente y refrescar la boca. Algunos se sentaron sobre la hierba fresca para reparar las fuerzas perdidas durante el trayecto. El grupo se sentía feliz, hacían comentarios de las sensaciones vividas ese día estaban eufóricos, felices.

Yo, aún sigo viendo pasar, como en un video, las cosas por el espejo; con la diferencia que ahora las imágenes se ven más lejanas de lo normal. Sacudo la cabeza y no responde. Veo la arena del río frente a mi cara, mi mano está dentro del agua; no siento su frescura, me sorprendo al no sentir cansancio o sed alguna, tampoco escucho las voces de mis compañeros, quienes desde lo alto, me hacen señales. Los veo, pero no siento nada.

La guitarra herida

Me llevaron con un carpintero disque muy bueno para hacer reparaciones de cualquier tipo; según, solo él podría lograr que yo quedara bien. Me querían tirar a la basura. No recuerdo cómo se me rompió el cuello cerca de las manijas que giran para tensar las cuerdas.

He escuchado que cuando algo se rompe es mejor tirar que reparar, sin importar que los objetos algunas veces hayan sido útiles. Yo sé que les proporcioné algunas alegrías. Ya no lo recuerdan, por eso pensaban desecharme.

El carpintero aquel, pegó las piezas de mi cuello roto. Me dejó lista, me entregó feliz por el trabajo realizado. Colocaron cuerdas nuevas y con un nuevo brillo me sentía radiante. Tensaron las cuerdas y mi cuello resistió. Los primeros acordes no convencieron a mi dueña. Yo no sonaba bien. Me escuchaba hueca, sorda, una guitarra infeliz.

No se entendía lo que sucedió El carpintero en algo falló. No devolvió mi sonido, pero extirpó el corazón.

Mi deseo de volar

Me imagino volando desde un ala delta o en paracaídas. Admiro imágenes de valles verdes, montañas, lagos, casas y objetos diminutos desde esta altura. Planeo con gran emoción. El viento refresca mi cuerpo, secando el sudor que me embarga todo. Soy un loco volando. He soñado con este momento toda mi vida. Y a pesar de ser sólo un deseo enorme de volar, el miedo de caer me paraliza. Me mantiene inmóvil en el suelo.

J. Andrés Tomás Pérez Olvera. San Miguel, Tolimán. Querétaro. 1953. Estudió hasta la educación secundaria. Actualmente se encuentra jubilado.
c.e. j.andres.tomas0111@gmail.com